Dos ojos se sentían solos. Por más que miraban, no observaban. El mundo ante ellos no se sentía completo.
Un día, sin esperarlo, una sonrisa se cruzó por delante. Ella, la sonrisa, era sincera. Fue así que los ojos comenzaron a brillar mucho, cada vez más.
La sonrisa, inconsciente, le presentó a alguien a los ojos. Un día, sin decir nada, dijo:
– «Ellos son mis ojos. Conocelos. Se van a entender.»
Ambos pares, se besaron apasionadamente. Esa mirada-beso lleno de amor abrió la puerta para que dos almas se dieran cuenta que un viaje iniciaba.
Las almas tomadas de la mano empezaron a caminar.
Aunque en el camino se encontraron obstáculos, no se soltaron a pesar que algo que otra vez sus manos empezaron a flaquear, pero una o la otra no cedieron. El amor entre ambas no dejaba que se soltaran.
Ellas sabían que el camino les pertenecía. Cuando alguna necesitara de la otra, ni siquiera deberían pedir ayuda. Son almas gemelas.
Durante su viaje, necesitaron luz para ver con claridad. Un día, decidieron crear su propia luna. Ella seguía sus pasos. Aprendió del amor y no solo fue testigo de ellos, sino también su cómplice de aventuras.
Mirando un día a la luna, ambas almas llamaron a una estrella. Sintieron que era momento que alguien acompañara a su cómplice.
La estrella se hizo compañera y amiga de la luna. La cuidaba. Le hablaba. Ahora ellas dos eran cómplices y testigos de la vida de las almas.
Las almas siguieron caminando. Siempre acompañadas de la luna y la estrella. Tan enamorados seguían su camino que un día apareció otra estrella. Una pequeña y traviesa. Una que hizo del camino una historia de amor.